Érase una vez un rey tan ,
tan amado por su pueblo, tan respetado por todos sus vecinos, que de él
podía decirse que era el más feliz de los monarcas. Su dicha se
confirmaba aún más por la elección que hiciera de una princesa tan bella
como virtuosa; y estos felices esposos vivían en la más perfecta unión.
De su casto himeneo había nacido una hija dotada de encantos y virtudes
tales que no se lamentaban de tan corta descendencia. La magnificencia,
el buen gusto y la abundancia reinaban en su palacio. Los ministros
eran hábiles y prudentes; los cortesanos virtuosos y leales, los
fieles y laboriosos. Sus caballerizas eran grandes y llenas de los más
hermosos caballos del mundo, ricamente enjaezados. Pero lo que asombraba
a los visitantes que acudían a admirar estas hermosas cuadras, era que
en el sitio más destacado un señor asno exhibía sus grandes y largas
orejas. Y no era por capricho sino con razón que el rey le había
reservado un lugar especial y destacado. Las virtudes de este extraño
animal merecían semejante distinción, pues la naturaleza lo había
formado de modo tan extraordinario que su pesebre, en vez de suciedades,
se cubría cada mañana con hermosos escudos y luises de todos tamaños,
que eran recogidos a su despertar.
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